Colombia carga con un calendario lleno de fechas que no celebran nada, sino que recuerdan lo frágil que puede ser la vida cuando se enfrenta a los poderes que operan en la sombra. El 13 de agosto, aniversario del asesinato de Jaime Garzón, se cruza con la reciente despedida a Miguel Uribe Turbay, una tragedia que parece calcada de un guion que este país conoce demasiado bien. Dos historias, separadas por más de dos décadas, que se tocan en un punto doloroso: la violencia política que nunca se ha ido.
Jaime Garzón, periodista, humorista y mediador en tiempos turbulentos, fue asesinado en 1999 en Bogotá. Su voz irreverente, cargada de sátira y verdad, incomodó a quienes preferían el silencio y la sumisión. Con él no solo cayó un hombre, sino una forma de hacer periodismo que rompía con el miedo.
Miguel Uribe Turbay, por su parte, representaba una generación distinta. Nieto de un expresidente y heredero de una trayectoria política familiar, había construido su propio camino y ganado el respeto de sectores que veían en él a un político con proyección nacional. Sin embargo, su vida fue truncada en un ataque armado que, según las primeras investigaciones, tendría raíces en tensiones políticas y redes criminales.
En las calles y en las redes, el país se dividía entre la nostalgia por Garzón y el luto por Uribe Turbay. En el cementerio, las lágrimas y la rabia se mezclaban; en los actos conmemorativos, las velas encendidas parecían iluminar un eco de advertencia: la historia se repite. La violencia política, lejos de ser un capítulo cerrado, se mantiene como un monstruo que sabe esperar, que se oculta bajo la arena y salta cuando menos se le espera.
Este cruce de memorias no es casual. Habla de un patrón que Colombia ha normalizado: líderes sociales, periodistas, defensores de derechos humanos y figuras políticas siguen cayendo bajo las balas, mientras los culpables muchas veces se pierden en la impunidad. Cada funeral, cada aniversario, recuerda que aquí las heridas no cicatrizan; se cubren apenas, y debajo siguen ardiendo.
Las voces que claman justicia advierten que no se trata solo de recordar, sino de actuar para que los nombres no sigan sumándose. Sin embargo, la sensación general es amarga: el miedo sigue marcando la agenda política y social, y la muerte continúa siendo una herramienta de silenciamiento.
Colombia vive atrapada entre la memoria y la violencia, en un ciclo que parece no querer romperse. Mientras se recordaba a Garzón con palabras de amor y rebeldía, el ataúd de Uribe Turbay descendía a la tierra, como una cruel demostración de que el pasado y el presente, en este país, a veces son la misma cosa.
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