En Colombia se han multiplicado las voces de rechazo al creciente militarismo de Estados Unidos en la región, una situación que vuelve a despertar preocupaciones históricas sobre la injerencia extranjera y el impacto en la estabilidad política y social de América Latina. Diversos sectores políticos, sociales y académicos del país han coincidido en que la presencia militar estadounidense no solo representa una amenaza para la soberanía nacional, sino que también profundiza tensiones que podrían resolverse por vías diplomáticas y de cooperación regional.
El repudio se ha hecho visible a través de pronunciamientos de organizaciones sociales, movimientos de paz y partidos de oposición, quienes advierten que los acuerdos militares y las operaciones conjuntas con Estados Unidos no responden a los intereses del pueblo colombiano, sino a agendas estratégicas externas que históricamente han priorizado la seguridad hemisférica de Washington sobre las necesidades locales. Según estas voces críticas, la militarización impuesta desde el exterior ha tenido como consecuencia el debilitamiento de la autodeterminación de los pueblos, la criminalización de los movimientos sociales y un aumento de la violencia en los territorios.
En los últimos meses, la preocupación se ha intensificado debido a ejercicios militares realizados en diferentes puntos del continente y a la insistencia de Estados Unidos en mantener su influencia política y castrense en la región. En Colombia, la presencia de asesores y tropas extranjeras ha sido señalada como una intromisión que choca con la Constitución y con el principio de soberanía nacional. Líderes sociales han recordado que, a pesar de décadas de cooperación militar, los problemas de narcotráfico, violencia armada y desigualdad no han sido resueltos, lo que pone en duda la eficacia de la estrategia impuesta desde el norte.
El debate también se ha trasladado al escenario político, donde algunos sectores consideran que el país debe revisar a fondo los acuerdos bilaterales que permiten la operación de tropas extranjeras en suelo colombiano. Para estos grupos, la dependencia en materia de seguridad hacia Washington refuerza un modelo de subordinación que limita la capacidad de Colombia para diseñar y ejecutar sus propias políticas de defensa y seguridad. Otros sectores, sin embargo, defienden la cooperación militar al señalar que contribuye a enfrentar amenazas transnacionales como el narcotráfico y el crimen organizado.
Más allá de las diferencias internas, lo que resulta evidente es que el tema ha puesto de nuevo en el centro del debate nacional la relación de Colombia con Estados Unidos y el papel que el país debe jugar en un momento en que América Latina busca mayor autonomía e integración regional. Analistas coinciden en que el creciente rechazo ciudadano refleja una conciencia cada vez más crítica frente a las consecuencias del militarismo en la vida cotidiana, especialmente en comunidades que han sido escenario de operaciones conjuntas y que reclaman soluciones sociales en lugar de respuestas armadas.
El repudio al militarismo estadounidense se suma a un ambiente regional donde diferentes países han comenzado a cuestionar la vigencia de tratados y acuerdos militares heredados de décadas anteriores. Para Colombia, el desafío será definir si continúa siendo un socio estratégico de Washington en materia de seguridad o si emprende un camino que le permita fortalecer alianzas latinoamericanas y construir un modelo de defensa menos dependiente de fuerzas externas.
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