El expresidente Álvaro Uribe Vélez sorprendió al país con una decisión que pocos esperaban: renunciar a la prescripción del proceso en su contra por presunta manipulación de testigos. Con este gesto, Uribe no solo envió un mensaje político contundente, sino que también demostró su confianza plena en que la segunda instancia le dará la razón y lo declarará inocente. En octubre, el caso estaba a punto de prescribir, lo que automáticamente habría significado el cierre del proceso y la extinción de cualquier responsabilidad penal. Sin embargo, lejos de escudarse en esa figura, Uribe pidió expresamente al Tribunal Superior de Bogotá que continúe con la apelación de la condena de 12 años de prisión que pesa en su contra.
La estrategia es clara: el expresidente quiere limpiar su nombre sin atajos jurídicos, sin la sombra de la prescripción, y con un fallo que le permita proclamar su inocencia ante la historia y ante la ciudadanía. Renunciar a la prescripción es, en términos políticos y simbólicos, un golpe directo a sus detractores, pues muestra que no teme al juicio ni a las pruebas que lo rodean. Por el contrario, busca que sean avaladas por la justicia, convencido de que no existe fundamento sólido para condenarlo.
Este movimiento también refuerza una hipótesis que ha tomado fuerza en los sectores uribistas: si Uribe es declarado inocente en segunda instancia, el senador Iván Cepeda quedará en el ojo del huracán. Por años, Cepeda fue señalado como el arquitecto de una supuesta persecución política contra el expresidente, un complot que habría buscado no solo desprestigiarlo, sino destruir su legado. En el nuevo escenario, Cepeda pasaría de acusador a acusado, teniendo que responder ante la justicia por los presuntos montajes, la manipulación de testigos y las maniobras que dieron origen a este proceso.
El eco de esta jugada no se limita a Cepeda. La jueza Sandra Heredia, quien tuvo un papel determinante en el proceso de primera instancia, también podría quedar contra las cuerdas. Una eventual absolución de Uribe dejaría en evidencia los errores y sesgos de la investigación, lo que pondría sobre la mesa investigaciones disciplinarias e incluso la posibilidad de sanciones en su contra. La narrativa daría un giro radical: de un expresidente señalado como criminal, a una víctima de persecución judicial con el aval de la justicia en segunda instancia.
En términos políticos, Uribe no solo juega a salvar su nombre, sino a darle un golpe definitivo al proyecto de quienes lo han atacado durante más de una década. Renunciar a la prescripción es una apuesta de alto riesgo, pero también de alto impacto: si la segunda instancia lo absuelve, quedará fortalecido, Cepeda se verá arrinconado y el Pacto Histórico perdería a uno de sus pilares más combativos. Si ocurre lo contrario, Uribe habrá demostrado que prefirió enfrentar la justicia de frente, sin atajos, lo cual reforzaría su narrativa de líder dispuesto a asumir cualquier consecuencia.
Lo cierto es que, con esta decisión, Uribe ha movido las fichas de un tablero político y judicial que podría definir no solo su destino personal, sino también el rumbo de quienes lo han combatido. El desenlace en segunda instancia ya no será solo un asunto de jurisprudencia: será, sin duda, un punto de quiebre en la historia reciente de Colombia.
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